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Washington Irving Bishop comenzó su andadura por el mundo del espectáculo como representante de la famosa médium Annie Eva Fay. Una fuerte  discusión con ésta hizo que dejara su trabajo entre bambalinas para subirse a un escenario y ganarse la vida como mentalista.

Al principio, su espectáculo consistía en mostrar los trucos que utilizaba su antigua representada para engañar a los espectadores y hacerles creer que había contactado con los espíritus. A mediados del siglo XIX – época del auge de los médiums- y en Estados Unidos, todo lo que tuviera que ver con Eva Fay se convertía en un éxito asegurado. Esa mujer se convirtió en un auténtico fenómeno social. Muchos creían en sus poderes, pero no eran menos sus detractores. Así que un  espectáculo dedicado a desacreditarla y desentrañar sus trucos proporcionó a Irving Bishop grandes cantidades de dinero.

Su  espectáculo cambió con el tiempo, las explicaciones de las artimañas utilizadas por los espiritistas fueron desapareciendo  del programa y se sustituyeron por demostraciones de lectura del pensamiento. Con el tiempo, Irvin Bishop se convirtió en uno de los mentalistas más afamados. Aunque ya no explicaba los métodos utilizados para conseguir sus milagros, siempre alegaba que no tenía ningún poder y que todas sus demostraciones estaban basadas en principios físicos o psicológicos. Pero no le creyeron, muchos pensaban que tenía un don especial  y ese fue el motivo de su trágica muerte.

Fue en New York, se encontraba en mitad de una de sus actuaciones cuando perdió el conocimiento y cayó al suelo. El personal del teatro se apresuró a sacarle del escenario. La mujer de Bishop –que estaba  en Filadelfia-  recibió lo noticia de la muerte de su marido, sin embargo aún le quedaba un atisbo de esperanza: el mentalista sufría ataques epilépticos que le duraban horas, se quedaba rígido, los latidos de su corazón disminuían hasta un nivel casi indetectable y la respiración se volvía muy superficial. Cualquiera podría pensar que estaba muerto, pero en realidad no era así.

La mujer cayó en la desesperación total al llegar a New York y comprobar que cuando llevaron a  su marido al hospital, en apariencia muerto, se apresuraron a hacerle la autopsia. Los médicos que allí se encontraban querían ser los primeros en ver el cerebro de ese hombre privilegiado capaz de leer los pensamientos ajenos… aunque sólo encontraron un cerebro normal.

En su lápida está escrito: “Washington Irving Bishop.  Nacido el 4 de mayo de 1856 – Asesinado el 13 de mayo de 1889.”

Lo más macabro de la historia es que Irving Bishop aseguraba que, durante esos ataques epilépticos, a pesar de quedarse rígido y sin poder moverse, era capaz de ver, oír y sentir todo lo que pasaba a su alrededor.